El lenguaje es una de las expresiones más poderosas de la libertad humana. No es solo un medio de comunicación: es el vehículo de nuestro pensamiento, memoria e identidad. Y precisamente por esa potencia, debería ser un territorio especialmente protegido frente a cualquier intento de control externo. Sin embargo, en los últimos años hemos visto cómo gobiernos, instituciones y grupos de presión han promovido la imposición del llamado “lenguaje inclusivo”. Se nos pide –o en algunos ámbitos, se nos exige– que adaptemos nuestro modo de hablar y escribir para cumplir con una visión ideológica particular sobre el género y la identidad.
Introducción
Este ensayo sostiene que el lenguaje no nace ni se desarrolla por decreto, que la igualdad jurídica y social entre hombres y mujeres es hoy una realidad en nuestras sociedades desarrolladas, y que pretender reescribir la lengua para acomodar ideologías sobre género o identidades fluidas no solo es innecesario, sino que amenaza la libertad de expresión y el pensamiento crítico. El lenguaje debe evolucionar libremente, nunca ser un instrumento del poder.
El lenguaje como fenómeno emergente, no planificado
Desde la antigüedad, pensadores como Aristóteles o, siglos después, Wittgenstein, insistieron en que las palabras adquieren su significado en el uso cotidiano, no en las órdenes de una autoridad. Wittgenstein lo expresaba con claridad: "El significado de una palabra es su uso en el lenguaje". Las lenguas cambian por necesidad y costumbre, no por decreto. La historia del español lo ilustra: nació del latín vulgar y siguió su curso sin pedir permiso, incluso cuando se intentó “fijarlo” desde academias o poderes estatales.
Saussure ya señalaba que “la lengua es ante todo un hecho social”, que crece y se modifica en las manos de los hablantes. Por ello, tratar de imponer formas artificiales, como desdoblamientos forzados o morfemas inventados, no es solo torpe: es contrario a la naturaleza misma del lenguaje. Es intentar dirigir un río con un embudo.
Riesgos de control y sesgo ideológico
Más preocupante aún que el error lingüístico es el trasfondo político y social de estas imposiciones. El lenguaje inclusivo no se queda en una simple propuesta: con frecuencia va acompañado de presión social, censura velada y una moralización que convierte al disidente en sospechoso. Michel Foucault analizó cómo el poder no solo actúa en la economía o la ley, sino también en los discursos. George Orwell, en 1984, mostró la consecuencia extrema: quien controla las palabras, controla el pensamiento.
En este contexto, el problema no es que alguien decida expresarse de forma distinta, sino que el Estado, las instituciones o los medios actúen como árbitros del lenguaje, imponiendo visiones ideológicas sobre la realidad. Esto es especialmente grave cuando se mezclan estas normas con políticas que rompen principios básicos como la presunción de inocencia: por ejemplo, cuando se asume que una denuncia de violencia de género es verdadera sin las debidas garantías, o cuando se legisla protegiendo de manera desproporcionada a un sexo sobre otro. El vulnerable debe ser protegido siempre, pero por su condición de vulnerabilidad, no por su género.
Biología y realidad frente a ideología
Otra deriva que acompaña a estas imposiciones lingüísticas es la pretensión de moldear la lengua para validar visiones ideológicas sobre el género. Se insiste en categorías como “género fluido” o en el rechazo a reconocer la evidencia biológica: que nacemos hombre o mujer y que, más allá de la legítima libertad individual para vivir de un modo u otro, eso no cambia. La sociedad no debería inclinar todo su uso lingüístico ni sus normas para respaldar conceptos que responden a experiencias individuales o subjetivas. Respetar a las personas no implica exigir que todos vivamos en una ficción compartida.
Libertad y límites del poder
El lenguaje es demasiado valioso para dejarlo en manos del poder. John Stuart Mill recordaba que “la libertad de pensamiento y de discusión es indispensable para cualquier progreso”. Imponer palabras no es progreso; es restringir el pensamiento. Hoy se empieza con un morfema neutro, mañana podría ser una lista de términos prohibidos. No hay que ser ingenuos: toda norma sobre el lenguaje es, en el fondo, un intento de controlar el marco de lo que se puede decir y pensar.
La lengua pertenece a quienes la hablan. Su riqueza está en la diversidad, no en la uniformidad forzada. Si se permiten imposiciones, se abre la puerta a que otros poderes –políticos, mediáticos o corporativos– usen la lengua como herramienta de control, castigando el disenso y premiando la adhesión.
Conclusión
El lenguaje inclusivo, como cualquier innovación, puede ser usado por quien lo desee. Lo que es inaceptable es que se intente imponer desde arriba, que se convierta en prueba moral o requisito social. Hoy más que nunca, cuando las sociedades libres ya han conquistado la igualdad legal entre hombres y mujeres, debemos ser cuidadosos en proteger la libertad de expresión y el sentido común frente a ideologías que buscan reescribir la realidad. El lenguaje no necesita tutela. Necesita libertad.
Bibliografía recomendada
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Aristóteles. Retórica.
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Wittgenstein, Ludwig. Investigaciones filosóficas.
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Saussure, Ferdinand de. Curso de lingüística general.
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Foucault, Michel. Las palabras y las cosas.
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Orwell, George. 1984.
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Mill, John Stuart. Sobre la libertad.
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Bourdieu, Pierre. Ce que parler veut dire.
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