Legere cum grano salis

Contra el olvido del saber: Schopenhauer, Nietzsche y la defensa del conocimiento frente a la sospecha contemporánea

Vivimos en una época donde el conocimiento ha pasado de ser un ideal a un objeto de sospecha. En ciertos círculos intelectuales y contraculturales se ha instalado la idea de que todo aprendizaje no es más que programación mental: una forma de domesticación, una implantación de estructuras ajenas que suplantan la autenticidad del individuo. En este marco, educarse equivaldría a alienarse. Esta crítica, aunque con raíces profundas, se ha agudizado en la era digital, donde el acceso instantáneo a la información ha erosionado la distinción entre saber y saturación. Ante esto, es necesario volver a dos de los más grandes críticos de la modernidad educativa, Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche, no para sumarnos a sus objeciones, sino para hallar en ellos una defensa más radical del conocimiento: no como domesticación, sino como liberación profunda del espíritu.

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La crítica a la educación estatal

Es cierto que tanto Schopenhauer como Nietzsche criticaron con dureza la educación estatal. Schopenhauer, en Parerga y Paralipomena, afirmaba que la escuela pública tenía como fin "no el desarrollo del individuo, sino la producción de funcionarios aptos, de piezas dóciles en la maquinaria social". Para él, el sistema escolar era "un cultivo del utilitarismo más burdo", donde no se buscaba el conocimiento por sí mismo, sino su rentabilidad. Nietzsche, en Sobre el porvenir de nuestras instituciones educativas, hablaba con amargura de una “educación para el mercado”, denunciando el “empobrecimiento del espíritu bajo la égida de la utilidad”.

Pero sería un error profundo reducir sus críticas a una condena del conocimiento. Lo que ambos pensadores atacaban no era el saber, sino su prostitución al servicio de fines ajenos: la moral de rebaño, el Estado, el comercio. “No se enseña a pensar —escribía Nietzsche— sino a obedecer”, pero ese lamento llevaba implícita una esperanza: que se pudiera, en cambio, enseñar a pensar.

Saber como emancipación

En Schopenhauer, el conocimiento aparece como el único camino hacia la redención del individuo. En su sistema, el mundo es representación, y sólo el conocimiento nos permite salir del automatismo de la voluntad ciega. “El hombre es el único animal que puede arrancarse a sí mismo de la cadena de la causalidad natural mediante el conocimiento” (El mundo como voluntad y representación). Aunque oscuro en su visión del mundo, Schopenhauer reservaba para el saber una función casi soteriológica: suspender por momentos el querer, contemplar la esencia, liberarse del dolor.

Nietzsche, aunque más vitalista, no fue menos exigente en su valoración del saber auténtico. En La genealogía de la moral y Más allá del bien y del mal, afirma que el filósofo verdadero no es un “erudito enciclopédico”, sino aquel que se atreve a cuestionar los fundamentos más íntimos de la cultura, la moral y la historia. El saber no es para él acumulación, sino transvaloración: un acto de valentía y creación. “Conócete a ti mismo —como un mandamiento noble— no significa acatar un código, sino explorar el abismo”.

Es decir, para Nietzsche, el conocimiento es una forma de poder, no en el sentido foucaultiano del disciplinamiento, sino como potencia interior del individuo que se conoce, se transforma y se supera. No por casualidad, el Zaratustra no predica el olvido sino la superación: “No es el saber lo que corrompe, sino la pusilanimidad ante el saber”.

Contra la sospecha contemporánea

En nuestros días, la crítica al saber ha mutado en una negación casi absoluta de toda forma de transmisión. Se habla de “desprogramarse” como sinónimo de “desaprenderlo todo”, en un gesto que, si bien se cree radical, roza a menudo el nihilismo más pobre. Pero ni Schopenhauer ni Nietzsche abogaron por la ignorancia como vía de autenticidad. Al contrario: solo el individuo que ha atravesado el conocimiento puede aspirar a la libertad. Como señalaba Nietzsche, “el hombre superior es el que sabe, y que, a pesar del saber, tiene el coraje de afirmar la vida”.

Sí, es cierto que la educación puede programar, puede domesticar. Pero también puede despertar. El conocimiento no es, en sí mismo, una imposición externa: es también una apropiación interna, un trabajo del espíritu sobre sí mismo. No todos los aprendizajes son iguales. Como decía Nietzsche, “no hay hechos, solo interpretaciones”; y del mismo modo, no hay saber puro, pero sí hay maneras más libres o más serviles de saber.

Conclusión: el saber como acto trágico

Ni Schopenhauer ni Nietzsche fueron optimistas pedagógicos. No creían en una ilustración masiva, ni en utopías de igualdad por vía escolar. Pero en su exigente visión, dejaron claro que el conocimiento digno no era el que se usaba para ganarse la vida, sino el que servía para darse una vida. Frente a la sospecha moderna que ve en todo saber una forma de control, ellos propusieron un ideal más alto: el saber como tragedia, como autoconciencia desgarradora, pero también como principio de soberanía.

El verdadero peligro no es el conocimiento, sino el desprecio hacia él. Porque donde se abole el saber, lo que emerge no es la autenticidad, sino el dogma. Y como advertía Nietzsche, “quien no quiere razonar, quiere mandar”.

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