Durante siglos, nos hemos resignado a vivir en estructuras de poder que, bajo nombres distintos, comparten una misma pulsión: el dominio. Que lo llamen Estado, nación, soberanía o administración pública no cambia el fondo del asunto. La política moderna se ha vuelto un arte de gestionar la obediencia con estética democrática, y el ciudadano —ese personaje supuestamente emancipado— no es más que una variable en la ecuación de la estabilidad. ¿Cómo salir de ese laberinto sin caer en la nostalgia, sin idealizar fórmulas muertas ni adoptar otras ya contaminadas?
La pregunta, en realidad, no es cómo mejorar las democracias actuales, sino si es posible fundar una forma política verdaderamente nueva, enraizada en los principios que nunca debimos traicionar: el derecho natural y la libertad como punto de partida, no como concesión. Y para ello, habría que volver a mirar a Roma, no a sus emperadores, sino a su obsesiva necesidad de institucionalizar límites al poder, a esa arquitectura jurídica que, antes de degenerar en cesarismo, supo crear mecanismos de contención. No porque fueran moralmente superiores, sino porque sabían que sin límite no hay civilización, solo arbitrariedad envuelta en toga.
El derecho natural no es una ideología, ni una superstición pretérita, sino el recordatorio de que el individuo precede al Estado. Que la vida, la propiedad, la expresión, la conciencia, no son prerrogativas concedidas desde arriba, sino condiciones que preceden a cualquier ley. Una verdadera constitución —no un texto ceremonial votado entre fanfarrias parlamentarias— debería partir de ahí: de reconocer que los derechos no se otorgan, solo se resguardan.
Esto exige un cambio radical en la manera de concebir el poder. No como administración de recursos, ni como jerarquía técnica, sino como responsabilidad acotada por el principio de no dominación. El poder debe estar vigilado no por confianza institucional (ese eufemismo para la pasividad cívica), sino por estructuras que se contrapesen mutuamente sin posibilidad de colusión. Esto va más allá de las “tres ramas” de Montesquieu, que en la práctica moderna conviven como colegas de despacho. Requiere una cuarta capa transversal, un sistema de auditoría permanente ajeno al ciclo político, blindado frente a la cooptación partidaria y sostenido por la participación directa y rotatoria de ciudadanos formados —no adoctrinados— en el deber de vigilancia.
Tampoco bastan las elecciones. La democracia formal debe garantizar mecanismos de revocación, transparencia automática, trazabilidad en el ejercicio del poder y sanciones ejemplares por su abuso. Pero aún más importante: el Estado debe ser estructuralmente incapaz de violar derechos fundamentales, no solo porque una ley lo prohíba, sino porque su arquitectura misma lo impida. Al igual que una cerradura no necesita prometer que no se abrirá sola, el diseño institucional debe prevenir, no solo castigar.
Se dirá que esto es utópico, o que el ser humano corrompe todo lo que toca. Tal vez. Pero eso solo refuerza la urgencia de pensar un Estado que no se base en la moralidad de sus funcionarios, sino en la imposibilidad estructural de su abuso. Y esto es posible, pero exige un acto de ruptura: abandonar el modelo actual, con sus ficciones de representatividad, sus tecnocracias inmunes y sus parlamentos decorativos, y ensayar lo que nunca hemos probado de verdad: una democracia que no necesite pedir perdón.
En ese mundo, el Estado no sería el dador de libertades, sino el guardián de un orden que no le pertenece. Y el bien común dejaría de ser ese comodín manipulable para justificar cualquier atropello, y pasaría a ser lo que siempre debió ser: la armonía entre la libertad de uno y la libertad del otro, garantizada por leyes que emanen de un derecho vivo, no de la letra muerta de una burocracia con toga.
Quizá no vivamos para verlo. Pero pensarlo ya es una forma de resistencia.
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