Pongamos que estamos en un videojuego. No es una metáfora, ni una boutade filosófica. Un videojuego real, complejo, detallado hasta el absurdo, con física de partículas, envejecimiento, impuestos, sueños lúcidos y caídas emocionales los domingos por la tarde. Un videojuego en el que cada avatar ignora que lo es. Un juego de la vida, pero sin botón de pausa ni tutorial.
Lo curioso —y quizás lo más perturbador— es que esta hipótesis no es ya dominio exclusivo de novelas cyberpunk, místicos psicodélicos o borrachos metafísicos. No. Gente con doctorados, con corbatas bien puestas y gráficas en PowerPoint, se ha atrevido a plantear la posibilidad de que esto que llamamos “realidad” no sea otra cosa que una simulación. Que vivamos en una Matrix, como quien se emboba con un visor de realidad virtual y olvida que tiene un cuerpo tirado en el sofá, salpicado de Cheetos.
Y entonces, como buen ciudadano del pensamiento, me hice la pregunta:
¿Me sirve de algo saberlo? ¿Aporta algún tipo de ventaja evolutiva, ética o siquiera estética?
Spoiler: no lo sé. Pero si quiere usted perder el tiempo conmigo, siga leyendo.
I. De cuevas, genios y códigos fuente
La sospecha de estar viviendo una mentira no es nueva. Platón ya nos la colocó hace más de dos mil años con su caverna: humanos encadenados, viendo sombras y creyendo que eso era todo. ¿Qué pasa cuando uno se suelta y sale al exterior? Que se marea, se trauma y luego se convierte en filósofo o en loco. Lo cual, en ciertos contextos, viene a ser lo mismo.
Luego vino Descartes, que sospechó de todo —hasta de las cucharas— y pensó que quizás un demonio lo estaba engañando constantemente. Solo podía estar seguro de que pensaba. De ahí su famoso pienso, luego existo. Que no está mal, pero tampoco te sirve para pagar el alquiler.
Más recientemente, Nick Bostrom (sí, existe, no es un NPC) lanzó el argumento más incómodamente verosímil: si las civilizaciones tecnológicamente avanzadas crean simulaciones conscientes, es estadísticamente probable que nosotros seamos una. No “vivamos en una”, no: seamos una.
A estas alturas, uno se plantea si el teclado sobre el que escribe tiene más entidad ontológica que el cartón piedra de un decorado de Star Trek.
II. La utilidad de la sospecha
Ahora bien, digamos que acepto la posibilidad. ¿Y qué? ¿En qué mejora mi día a día saber que esto podría ser un videojuego de escala cósmica?
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¿Me quita el dolor de espalda? No.
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¿Puedo salirme del juego y reclamar un reembolso? Tampoco.
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¿Me da una ventaja competitiva sobre los otros jugadores? Depende.
Porque aunque la sospecha de la simulación no permita romper el sistema desde dentro, sí cambia la manera en que lo habitamos. Algunos lo vivirán como una angustia existencial: nada importa, todo es falso, sálvese quien pueda. Pero otros —los menos neuróticos o los más despiertos— podrían verlo como una posibilidad de juego lúcido.
Una forma de decir: “Vale, esto es un teatro, pero no por eso voy a actuar como un extra con diálogo de relleno. Ya que estoy aquí, haré que mi personaje tenga cierta dignidad”. Aunque sea para dejar una línea memorable en el guion general.
III. Fallos de la Matrix, y otros chivatazos
Los defensores de esta idea suelen hablar de fallos, glitches, déjà vus, coincidencias imposibles, y esas situaciones en las que uno siente que el universo ha tenido un desliz. Como si los que están manejando los servidores hubieran tenido un microcorte.
La verdad es que, si esto fuera una simulación, la sutileza de sus fallos es decepcionante. No hay dragones pixelados ni texturas mal cargadas. Solo esos momentos raros, esos lapsus que parecen sacados de un sueño repetido. Y aún así, algunos los leen como grietas por donde asoma el código fuente.
Pero incluso si lo fueran, ¿qué hacemos con esa información? ¿Volvernos locos buscando patrones? ¿Montar una religión? ¿Crear canales de YouTube donde decimos que los gatos no existen y son drones del sistema?
Quizás lo más sano sea aceptarlo con cierta ironía. Como quien sabe que está en una novela de Kafka, pero igual se pone la corbata por las mañanas.
IV. El valor del juego, aunque sea juego
Volvamos a la pregunta inicial: ¿sirve para algo saberlo?
Quizás no en términos prácticos. Pero sí en lo que podríamos llamar una higiene de la conciencia. Pensar estas cosas nos saca, aunque sea por un instante, del automatismo. Nos recuerda que el mundo, sea real o emulado, está mediado por nuestros sentidos, nuestros hábitos y nuestras creencias.
Y si al final esto es un juego —uno cruel, hermoso, absurdo—, entonces que no nos pillen jugando como zombis. Juguemos como quien sabe que va a morir, pero elige cada movimiento con elegancia. Como si alguien nos estuviera observando. Quizás lo estén.
Epílogo: ¿Y si justo ahora te desconectan?
¿Y si al morir no pasamos al más allá, sino al menú principal?
¿Y si lo que llamamos vida es solo una misión secundaria, un mapa inmersivo dentro de una experiencia aún mayor, más vasta, más real?
Y si es así, ¿tendrá puntuación final?
Tal vez no importe. Tal vez lo importante sea otra cosa. Jugar con atención. Con cierta ironía. Como quien sabe que no entiende el juego, pero ha decidido, aún así, jugarlo con estilo.
Corolario: no te flipes, que no sirves ni para batería
Y ya que estamos cerrando este ensayo con un gesto sobrio de filósofo del absurdo, dejemos una cosa clara, por higiene intelectual y para evitar que alguien se pinche de importancia: usted no sirve para batería.
Ni yo tampoco. Ni Elon Musk. Ni Bostrom, con todo su sueco poshumanismo.
No, no estamos enchufados a una IA malvada que vive de nuestra energía corporal mientras nos mantiene entretenidos en una versión cosmética de 1999. Esa parte de Matrix —aunque molaba en lo visual— es termodinámicamente ridícula. Un cuerpo humano consume más energía de la que genera, incluso en estado de reposo. Alimentarlo, mantenerlo con vida, evitar que se deprima o intente autodesenchufarse requiere más energía de la que podrías extraerle.
Sería más eficiente, para una IA malvada con aspiraciones energéticas, cultivar lechugas. O poner placas solares.
Así que si estás leyendo esto esperando que venga Morfeo a ofrecerte una pastilla que te libere de tu celda biológica para convertirte en el elegido… calma. Nadie te tiene en una cápsula llena de gel, enchufado a un puerto USB 3.0. Lo más probable es que estés en un sofá medio incómodo, con WiFi inestable y el móvil cargando al 62%.
Y eso, en cierto modo, también es parte del juego.
Oye me quedé más tranquila 😃
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