La historia, en su esencia más pura, es un esfuerzo por reconstruir el pasado a partir de fragmentos incompletos y a menudo contradictorios. Ningún conocimiento histórico se sostiene con la certeza absoluta que caracteriza a las ciencias exactas. En cambio, se basa en interpretaciones críticas, en la comparación de fuentes diversas y en la evaluación constante de su fiabilidad.
Prólogo: El problema de la certeza histórica
Esta naturaleza falible no debe entenderse como una debilidad, sino como una característica intrínseca de la disciplina. La historia no es un relato inmutable, sino un proceso dinámico que evoluciona a medida que aparecen nuevas evidencias, nuevas perspectivas y nuevos interrogantes.
Así, la certidumbre histórica nunca es total, y más que buscar verdades indiscutibles, la tarea del historiador es acercarse, con rigor y prudencia, a una comprensión razonable y fundamentada de lo que ocurrió. Esta aproximación, aunque imperfecta, es lo que permite que el conocimiento histórico sea sólido y confiable dentro de sus límites.
Partir de esta premisa nos permite comprender por qué, incluso en los casos mejor documentados, el pasado sigue siendo una construcción que requiere interpretación, no fe ciega ni pruebas imposibles.
Introducción: El enigma de Napoleón
Imaginemos que alguien nos reta a demostrar, de forma irrefutable, que Napoleón Bonaparte existió. No a creerlo, no a darlo por hecho, sino a probarlo.
Diríamos que es absurdo. ¿Cómo no va a haber existido? Su rostro está en cuadros, estatuas, libros, monedas. Sabemos dónde nació, cómo hablaba, lo que escribió. Conocemos sus campañas, sus enemigos, incluso su dieta. Hay miles de documentos que lo mencionan y bibliotecas enteras consagradas a su figura.
Ahora bien, si examinamos el asunto con rigor… ¿Podemos verificar personalmente alguna de esas pruebas? ¿Hemos leído cartas originales con su firma? ¿Tenemos acceso directo a archivos diplomáticos? ¿No dependemos, al final, de lo que otros —expertos, académicos, gobiernos— nos han transmitido?
El experimento mental de dudar de Napoleón no pretende convencernos de que fue ficticio. Solo demuestra lo fácil que es sembrar la duda incluso sobre los hechos aparentemente más sólidos. Si podemos tropezar con la sombra de la incertidumbre al hablar de Napoleón, ¿qué no podría pasar con figuras más lejanas, más mal documentadas o menos convenientes?
Por eso conviene hablar de la duda, de sus formas legítimas y de sus excesos. Porque el problema no es cuestionar, sino hacerlo sin método. La línea entre el escepticismo saludable y el delirio conspiranoico es delgada y resbaladiza.
Las grietas del conocimiento histórico
Ningún historiador serio afirmará que conoce el pasado con certeza absoluta. La historia no se demuestra, se reconstruye. A partir de cartas, restos, crónicas, monumentos… armamos un relato razonable sobre lo que creemos que ocurrió.
El problema es que esas huellas pueden perderse, falsificarse o malinterpretarse. Y lo han sido. Las manipulaciones propagandísticas, las omisiones intencionadas o las revisiones interesadas forman parte del arte de escribir la historia.
Esa conciencia crítica, cuando es honesta, impulsa la investigación. Pero cuando se convierte en sospecha sistemática y cínica, abre la puerta al abismo.
El atractivo de la duda total
Pero hay quienes, llevados por esa duda, no se detienen a examinar sus límites. En lugar de cultivar la incertidumbre como herramienta, la convierten en identidad. Necesitan sustituir la duda por una nueva certeza —más audaz, más marginal, más resistente a toda refutación.
El conspiranoico no es necesariamente un ingenuo. A menudo es alguien decepcionado. Su error no está en dudar, sino en necesitar sustituir toda duda por una nueva certeza absoluta, por lo general más emocionante, más subversiva… y mucho menos contrastada.
Donde el historiador dice "no sabemos con certeza", el conspiranoico grita "¡nos han mentido!". Donde el investigador reconoce una laguna, el negacionista ve una oportunidad para insertar una teoría impermeable a la crítica.
Y así, de la duda razonable pasamos al delirio construido: que la Tierra es plana, que los dinosaurios son una invención del siglo XX, que Napoleón fue una operación psicológica anglosajona para redibujar Europa. Todo es posible, pero nada es verificable.
El salto en falso
La lógica conspiranoica tiene una forma reconocible: primero siembra una duda razonable; luego afirma que esa duda desacredita todo el relato aceptado; finalmente propone una explicación alternativa sin necesidad de pruebas, solo con la fuerza de su propia oposición.
Este triple salto es peligroso porque invierte la carga de la prueba. De pronto, no hay que demostrar la nueva versión: basta con que la oficial no sea perfecta. Es como si, al encontrar una grieta en una pared, concluyésemos que la casa no existe.
Lo que la duda no justifica
Dudar de los relatos dominantes es sano. Pero el pensamiento crítico no puede convertirse en una excusa para abrazar cualquier relato alternativo por el mero hecho de ser alternativo.
Dudar no equivale a negar. Y mucho menos a afirmar. La duda bien utilizada es herramienta; mal utilizada, es trinchera.
Conclusión: aprender a dudar sin caer
Quizá nunca podamos probar que Napoleón existió de forma irrefutable. Y eso está bien. Porque la historia no es una ciencia exacta, ni necesita serlo. Lo importante no es alcanzar una certeza imposible, sino mantener la vigilancia contra la certeza arrogante.
Lo que nos salva no es la convicción absoluta, sino la disposición a revisar, a contrastar, a pensar. Quien cae en la trampa del pensamiento conspiranoico suele creer que duda más que nadie. Pero tal vez la verdadera duda —la que incomoda, la que no se conforma— sea justo la que ha abandonado.
Epílogo: la incomodidad de no saber
Aceptar que el conocimiento histórico —como todo conocimiento humano— es parcial, falible y revisable, no debería ser motivo de desesperación. Muy al contrario, es ahí donde reside su grandeza. No aspiramos a la verdad absoluta, sino a la comprensión razonada. Renunciar a las certezas inquebrantables no nos debilita: nos hace más libres.
Y es que el problema no es que la historia sea una construcción: es que olvidamos que también lo es toda convicción. Por eso, frente al impulso de aferrarse a certezas nuevas para sustituir a las antiguas, quizá convenga recordar las palabras de Bertrand Russell:
No estaría dispuesto a morir por mis creencias, porque podría estar equivocado.
La duda radical puede ser un punto de partida. Pero solo si uno está dispuesto a seguir caminando desde ahí, y no a instalarse en ella como si fuera una trinchera.
Gracias por leerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario