A veces no es lo que el otro dijo, sino lo que nos hizo sentir. No es el golpe, sino la grieta donde se cuela. Y de pronto, sin aviso, se desata la tormenta. Nos descubrimos pensando en devolver el daño, con la misma precisión con que lo recibimos. No buscamos justicia: queremos herir, como si en el espejo del dolor ajeno encontráramos alivio para el propio.
¿Pero qué se rompe en el fondo del alma para que eso ocurra?
Tal vez se rompe algo que ya estaba cuarteado. Porque el corazón humano no es una vasija nueva. Es un cuenco reparado mil veces, con cicatrices invisibles que el tiempo no termina de cerrar. Cada ofensa, cada abandono, cada decepción, deja un sedimento. Y cuando alguien llega —con su torpeza, su desprecio o su egoísmo— y remueve ese sedimento, el agua se enturbia. No vemos al otro. No nos vemos a nosotros. Solo vemos sombra.
Entonces despierta el enemigo interior
No grita, no se agita: calcula. Se pone la máscara del orgullo, del "yo no merezco esto", del "ya está bien". Pero en realidad es el niño herido, el amante frustrado, el hijo que no fue escuchado… el yo que aún sangra, aunque hace años no lo recordemos.
Y todo se rompe. Una relación que parecía sólida. Una amistad de años. Un vínculo que era hogar. Basta una chispa y el incendio lo consume todo. ¿Por qué? Porque no reaccionamos al presente, sino a la suma de todos nuestros pasados. Porque cargamos dolores antiguos como quien lleva dinamita en el pecho, y solo hace falta un roce mal dado para detonar.
Comprender para no repetir
Quizás la tarea más difícil no sea perdonar al otro, sino comprender lo que esa herida revela de nosotros. Reconocer al enemigo interior no para callarlo, sino para escucharlo. Porque detrás de su furia hay un pedido de auxilio.
Y uno no sana buscando culpables. Sana cuando deja de huir de sus propias ruinas.
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