Todo empezó con un gesto pequeño, casi ingenuo. Un trozo de texto guardado en tu navegador que la web usaba para recordarte. A eso lo llamaron cookie. Te dijeron que era para tu comodidad, para que no tuvieras que poner la contraseña a cada rato o para que tu carrito de la compra siguiera lleno cuando volvieras. Y era cierto… pero solo en parte. Lo que no te contaron es que aquella pequeña semilla también servía para seguirte, para reconocer tu rastro allá donde fueras, siempre que otra página mostrase una pieza del mismo código.
Pronto, la galleta se volvió golosa. No se conformaba con vivir unos días: comenzaron a darle fechas de caducidad absurdamente largas, años o incluso décadas. Y por si intentabas expulsarla, la escondían en otro lugar, en algo llamado Flash cookie. Así, si te deshacías de una copia, otra salía de la tierra como una mala hierba que nunca deja de crecer. Los que ideaban estas artimañas no eran ingenuos. Sabían lo que hacían. No trabajaban para ti, sino para intereses mucho más lucrativos, y en ese juego tú eras el recurso, no el cliente.
Luego llegó LocalStorage, un nuevo cajón que te vendieron como una bendición del HTML5. Podrías tener aplicaciones que funcionaran incluso sin conexión, guardar datos sin límites ridículos… La realidad es que para ellos fue un festín: megas y megas para esconder identificadores más difíciles de borrar. Muchos usuarios creían limpiar su rastro al eliminar cookies, sin saber que había un duplicado durmiendo tranquilamente en ese otro lugar.
Pero la ambición no se detuvo ahí. Apareció IndexedDB, una auténtica base de datos dentro de tu navegador, capaz de almacenar información compleja y pesada. Oficialmente, un avance para las aplicaciones web modernas. Extraoficialmente, un escondite perfecto para quien quisiera conservar tu perfil de navegación incluso si tú lo olvidabas. ¿Cuántos sabrían siquiera que existe IndexedDB? Menos aún los que sabrían borrarlo.
Cuando parecía que ya no podían ir más lejos, llegaron los Service Workers. Pequeños sirvientes invisibles que habitan en tu navegador y trabajan incluso cuando la web no está abierta. Pueden almacenar en su propia despensa, la Cache Storage, cualquier cosa… incluyendo ese identificador que creías haber eliminado. Ahora ya no se trataba solo de guardar datos: se trataba de mantener vigilias invisibles. Estos "vigilantes" son programas que no tienen ninguna fecha de caducidad. Pueden actualizarse de forma automática cuando hay una nueva versión disponible y permanecen en tu navegador incluso años después de que hayas entrado por última vez a la web responsable. Tienen la facultad de "despertar" y utilizar los recursos de tu ordenador (o el dispositivo que sea) según lo requiera su programación por diversos motivos, casi ninguno razonable ni alineado con tus intereses. La tecnología surgió con la excusa de permitir utilizar webs de forma "offline", pero su abuso en un mundo siempre conectado ha llegado más allá de ese supuesto propósito legítimo inicial.
La situación actual es el resultado lógico de esta escalada. No guardan tu marca en un solo sitio. La replican: cookies, LocalStorage, IndexedDB, Cache Storage… Un ecosistema redundante diseñado para que si cortas una cabeza, las demás la hagan renacer. Este no es un accidente ni un uso marginal. Es ingeniería aplicada a que tu rastro nunca desaparezca del todo.
Y así hemos llegado a las APIs modernas de “almacenamiento persistente” y a mecanismos que supuestamente protegen tus datos, pero que en manos de otros pueden servir para retenerlos contra tu voluntad. Todo con la coartada de mejorar tu experiencia, todo con un envoltorio de progreso técnico… y todo motivado por una pulsión muy concreta: no dejar de extraer valor de ti.
A todo esto debemos añadir la omnipresente y ominosa sombra del javascript que llegó para ofrecer una experiencia más interactiva y se ha convertido en una vía más para el abuso. JavaScript, diseñado para enriquecer la experiencia del usuario, ha mutado en un muro infranqueable: hoy en día es casi imposible navegar sin tenerlo activado. Este abuso ha sido orquestado por gigantes como Google, que empaquetan vastos bloques de código ofuscado y opaco con un único propósito: consolidar su supremacía publicitaria. Así, el navegador se transforma en un campo de batalla donde tu privacidad y control son las bajas colaterales, y el ecosistema web queda secuestrado por una maquinaria tóxica que impone sus reglas a costa de tu libertad digital.
En la superficie, estas tecnologías pueden hacer tu vida más cómoda. Pero en el fondo, su historia está escrita por intereses que se oponen frontalmente a los tuyos. No fueron diseñadas pensando en tu libertad, sino en la capacidad de otros para recordarte, seguirte y explotarte. Los commercial bastards no descansan, y su memoria es larga. Mucho más larga que la tuya, y mucho más difícil de borrar.
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