La figura de Jesús que ha llegado hasta nosotros—sereno, amoroso, pacifista—es tan familiar como engañosa. Si leemos los evangelios con atención y con ojo crítico, y los situamos en el contexto de Judea bajo dominio romano, emerge otra imagen: un predicador capaz de desafiar instituciones, expresar ira y actuar de manera confrontativa. La suavización de su carácter y de sus gestos es un artefacto de supervivencia: los primeros cristianos necesitaban presentar a su maestro de forma aceptable dentro del Imperio, y reescribieron la historia con fines estratégicos.
La crítica velada al tributo del César
El primer indicio de un Jesús incómodo para el poder se encuentra en la pregunta sobre el tributo al César (Marcos 12:13–17; Mateo 22:15–22; Lucas 20:20–26). Los fariseos y herodianos intentan atraparlo: "Maestro, ¿es lícito pagar tributo al César?" Jesús toma un denario, observa la imagen del emperador y responde: "Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios."
Una lectura superficial podría interpretarlo como sumisión, pero el trasfondo político es clave: aquel impuesto había sido motivo de revueltas, y el denario era un recordatorio tangible de la ocupación. La respuesta de Jesús relativiza la autoridad romana: lo que verdaderamente importa pertenece a Dios, no al César. No es un llamado a la rebelión abierta, pero sí una sutil denuncia del poder imperial.
Palabras duras y preparación para la confrontación
A lo largo de los evangelios, Jesús no se limita a hablar de amor y paz: advierte sobre conflicto y división. "No he venido a traer paz, sino espada" (Mateo 10:34; Lucas 12:51). Más adelante aconseja a sus discípulos: "El que no tenga, venda su manto y compre una espada" (Lucas 22:36–38).
No es un exhorto a iniciar una guerra, pero muestra un maestro consciente de que su mensaje podía provocar confrontación, incluso entre los más cercanos. La espada, literal o simbólica, aparece como preparación ante la inminente tensión con el poder.
Jesús iracundo y fuera de sí
Para comprender al Jesús histórico, debemos mirar los episodios en que se muestra iracundo o fuera de sí.
En Cafarnaúm, la casa de Pedro está abarrotada de gente que quiere escucharlo o ser sanada. Los evangelios (Marcos 2:1–2; 3:1–5) relatan cómo Jesús, atrapado por la multitud, se irrita y se le retrata "fuera de sí". No es el Cristo tranquilo que medita en silencio: es un hombre que se enfrenta, corrige y desafía.
Otro ejemplo es la maldición de la higuera (Marcos 11:12–14, 20–21; Mateo 21:18–22). Ante la falta de fruto, la maldice y la planta se seca. Más allá del simbolismo, es un gesto dramático, casi teatral, de juicio inmediato: un maestro que no teme expresar su indignación de manera visible y contundente.
Finalmente, la purificación del Templo (Marcos 11:15–18; Mateo 21:12–17; Lucas 19:45–48) representa el culmen de su ira ritual y política: voltea mesas, expulsa a cambistas y comerciantes, y maldice el comercio profano en un lugar sagrado. Todo en plena Pascua, cuando Jerusalén estaba saturada de peregrinos y bajo la mirada vigilante de Roma. Este acto era percibido como subversión directa, y su intensidad no puede reducirse a un gesto simbólico menor.
Getsemaní y la tensión de los discípulos
El relato del arresto (Mateo 26:47–56; Marcos 14:43–50; Lucas 22:49–51; Juan 18:1–11) muestra que la confrontación era inminente. Pedro hiere a un servidor del sumo sacerdote, confirmando que había armas presentes. Los discípulos se dispersan y se esconden, conscientes de una amenaza que el lector acostumbrado al relato no percibe. ¡Pero si a quien arrestan es únicamente a Jesús! ¿Por qué se muestran tan temerosos los discipulos? Este comportamiento se ve claramente reforzado cuando después en Hechos se les ve escondidos y todavía visiblemente asustados. En el fondo esto es más propio de un movimiento político contra el poder establecido que de un grupo de místicos que se preparan para la "venida del reino". Parece claro que el "reino de los cielos" era una idea que atentaba contra las autoridades terrenales y que los discípulos de Jesús tenían muy claro que podían ir contra ellos en cualquier momento. Cuya actividad podía ser entendida como sedición. Un pacifista absoluto con seguidores pasivos no habría generado este clima de miedo y alerta.
Juicio ante Pilato: rey de los judíos
El juicio ante Pilato (Marcos 15:2; Lucas 23:2; Juan 18:33–37) cristaliza la amenaza: los acusadores lo presentan como alguien que “alteraba a la nación”, prohibía tributos y se proclamaba Mesías, un rey alternativo. Pilato no necesita más prueba: un aspirante a rey podía ser crucificado, el castigo reservado para sediciosos. La inscripción en la cruz, "Jesús de Nazaret, Rey de los judíos", resume la percepción romana de la amenaza que representaba.
Conclusión
Si seguimos la secuencia—crítica al tributo, palabras sobre espada y división, gestos de ira, purificación del Templo, preparación armada de los discípulos y acusación ante Pilato— surge un retrato de Jesús muy distinto al pacifista idealizado al que estamos tan habituados. La figura que nos legaron los evangelios refleja una reconstrucción estratégica, destinada a suavizar la memoria de un maestro subversivo y permitir la expansión del movimiento bajo un imperio hostil. Pero si sabes donde mirar, en el relato quedan suficientes detalles para vislumbrar un Jesús más humano, más complejo y mucho más realista que el santurrón pacifista que nos quieren presentar.
El Jesús histórico, al fin y al cabo, no era el pacifista inofensivo de la tradición; era un hombre cuya palabra y acción podían inquietar, irritar y desafiar a cualquier poder establecido. Y quizás esa inquietud sea la clave para entender por qué lo recordamos hoy… y por qué su imagen fue cuidadosamente moldeada por quienes vinieron después. Tras los eventos que llevaron a la destrucción de Jerusalén en el año 70, los cristianos tuvieron que desvincularse cuidadosamente de cualquier interpretación que pudiese relacionarles con esa violencia reciente. No es sorprendente que en su propaganda pintasen un maestro mucho menos humano y más dado al amor y a ofrecer la otra mejilla. Cualquier cosa que pudiese ayudar a deslindar al movimiento de representar una amenaza para las autoridades romanas.
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