Un pálpito que tengo
Lo que voy a exponer es más una intuición que una certeza absoluta, pero mi experiencia —y cierta sensibilidad hacia cómo pensamos y nos construimos— me dice que quizá no esté tan desencaminado. No hablo desde la disforia personal ni desde el deseo de haber nacido en otro sexo; eso para algunos me desautorizaría, pero no lo creo: no hace falta morir arrollado por un camión para comprender que duele. El razonamiento y la empatía permiten ponerse en el lugar de otro incluso sin haber vivido exactamente su situación. A veces, la distancia otorga una perspectiva que quien está atrapado en el dilema no puede tener.
Lo que viene a continuación nace desde ahí.
El tapiz de la personalidad
La personalidad es una mezcla de lo que traemos de fábrica y de lo que vamos adoptando a lo largo de la vida. Parte de ella es innata, pero otra parte, mucho más maleable, se construye con ideas, gustos, creencias y vínculos con los que nos identificamos. El ego es esa parte de nosotros que protege esa construcción: quiere coherencia, identidad, continuidad.
A lo largo de la infancia y juventud vamos incorporando elementos a ese “sistema operativo” personal. Algunos son reevaluables, otros se instalan y permanecen por costumbre, pereza o simple necesidad de sentirnos estables. Y eso no es una rareza: casi nadie se replantea seriamente las creencias que ha convertido en parte de sí mismo.
Yo pasé por un proceso profundo de reestructuración personal y sé lo difícil que es. Por eso comprendo que el resto prefiera aferrarse.
Autoengaño, memoria y supervivencia
Ese aferrarse a una identidad construida —aunque contenga errores, exageraciones o fantasías— inevitablemente conduce al autoengaño. No lo vemos como algo negativo: es una herramienta de supervivencia emocional. Muchas cosas que inicialmente sabemos que son falsas pueden convertirse, con el tiempo, en “verdades” internas, simplemente porque encajan con la forma en la que necesitamos vernos.
La memoria, además, es selectiva: difumina lo doloroso, exagera lo que nos conviene, olvida lo que nos hizo daño. Todos tenemos cicatrices que preferimos no tocar. No siempre es posible, ni siquiera deseable, vivir confrontando la realidad absoluta en todo momento.
El autoengaño no es un fallo moral: es un mecanismo humano. Pero es importante reconocerlo para entender ciertos fenómenos actuales.
La identidad y los atajos del autoengaño
La personalidad no solo se construye con ideas y experiencias, sino también con la necesidad de encajar y sentirse aceptado. En ocasiones, un joven puede experimentar un conflicto entre su orientación sexual y la imagen social que desea proyectar. Por ejemplo, un chico gay que no se acepta a sí mismo puede percibir que transicionar a mujer le permitiría “resolver” ese conflicto, adaptarse a los roles sociales esperados y sentirse validado por su entorno.
Esta estrategia, consciente o inconsciente, es un ejemplo claro de cómo el ego busca atajos: en lugar de enfrentarse a la aceptación personal y social de su orientación, se adopta una identidad que encaje mejor con lo que cree que la sociedad espera. Es un tipo de autoengaño que se inserta en la propia construcción de la personalidad, reforzando la ilusión de control y coherencia, aunque no resuelva el malestar de fondo. La comprensión de este fenómeno ayuda a ver que el autoengaño no surge por maldad ni frivolidad, sino como un mecanismo humano profundamente arraigado en nuestra psicología.
La disforia no justifica el género
He experimentado disforia en momentos concretos de mi vida. No relacionada con el sexo, sino con el cuerpo: malestar con partes de uno mismo, incomodidad física o estética, rechazo a ciertos rasgos. Creo que es algo que prácticamente todos atraviesan en algún grado. Es normal no gustarse del todo, o desear haber sido distinto.
Pero una cosa es el malestar corporal y otra muy distinta es afirmar que existe tal cosa como nacer con un cerebro de un sexo y un cuerpo del otro. La ciencia, hasta donde llega, no respalda esa idea. Sí existen diferencias sexuales en el desarrollo fetal, pero no hay evidencias que permitan hablar de un “cerebro masculino” o “femenino” en el sentido en que se usa para justificar una identidad de género.
Y sobre todo: el malestar corporal no implica que la causa sea estar en el “cuerpo equivocado”. Igual que no deducimos que alguien con disconformidad estética por su nariz es en realidad un rostro distinto “nacido en un cuerpo que no es el suyo”.
Aceptemos que todos somos una mezcla de rasgos: masculinos, femeninos y humanos, sin más. Pero la clasificación hombre/mujer sigue anclada en la realidad biológica, no en la autoidentificación.
Los roles —ropa, costumbres, apariencia— son elección personal, no determinantes del sexo.
Lo ilusorio de la transición
Por más intervenciones a las que una persona se someta, su sexo biológico permanece. La apariencia puede modificarse, la voz puede alterarse, la presentación social puede cambiar; pero los fundamentos biológicos no son alterables. No existe, por ahora, un procedimiento que convierta a un hombre en mujer o viceversa en términos estrictos.
Además, los tratamientos hormonales y quirúrgicos son complejos y a menudo generan dependencia médica de por vida. Muchas personas, pese a haber pasado por todo ese proceso, continúan experimentando malestar o disforia persistente. Esto debería bastar para abordar el tema con extrema prudencia.
Especialmente en el caso de los menores.
La cuestión de los menores
La adolescencia es un período turbulento, emocionalmente inestable y profundamente marcado por la búsqueda de identidad. Un adolescente no toma buenas decisiones sobre su futuro a largo plazo —del mismo modo que no lo hace alguien borracho— porque su cerebro aún está en desarrollo. Sus prioridades son volátiles, su visión del mundo es limitada y su capacidad de anticipar consecuencias, reducida.
No deberíamos animar a alguien en esa etapa tan delicada a tomar decisiones que afectarán a toda su vida, especialmente cuando incluyen esterilización, dependencia médica o cambios irreversibles en el cuerpo. Por mucha presión social o deseo de aceptación que exista, el principio de precaución debería prevalecer.
Realidad, identidad y sociedad
A la sociedad le resulta relativamente fácil aceptar cambios en la forma de expresarse: ropa, nombres, prototipos estéticos, estilos de vida. Eso no es problemático. Pero otra cosa es exigir que todos aceptemos como real algo que, biológicamente, no puede ocurrir: el cambio de sexo.
Si para que una minoría se sienta bien consigo misma hay que alterar definiciones fundamentales, negar realidades objetivas o reconfigurar la sociedad entera, quizá el problema no sea la sociedad.
La realidad no se pliega a nuestros sentimientos. Podemos adaptarnos a vivir en armonía con quienes sufren disforia, acompañarlos, respetarlos y comprenderlos. Pero eso no requiere renunciar a verdades básicas ni a criterios que protejan a los más vulnerables.
El respeto y la empatía no deberían imponerse a costa de sacrificar la realidad.
Reflexión final
La identidad, la orientación y la percepción de uno mismo son territorios complejos, moldeados por la biología, la experiencia y la sociedad. No todos los caminos que las personas transitan son iguales, ni todas las experiencias encajan en un patrón. Mi intención no es sentar cátedra ni dictar normas; es simplemente ofrecer un marco para comprender cómo la personalidad y el autoengaño pueden influir en decisiones profundas sobre la identidad.
Reconocer estos mecanismos no desvaloriza a nadie ni cuestiona su dignidad. Al contrario, ayuda a entender que muchas veces actuamos movidos por la necesidad de aceptación, por el miedo o por un intento de aliviar el malestar interno. Entenderlo es un paso hacia la compasión, la claridad y la honestidad, tanto con uno mismo como con los demás.



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