La vida nos ofrece un repertorio de experiencias que creemos nuestras: momentos intensos, descubrimientos, decepciones, certezas fugaces. Solemos pensar que lo vivido constituye un conocimiento firme, una especie de patrimonio íntimo que nadie puede arrebatarnos. Sin embargo, la experiencia —esa maestra de la que tanto se habla— no es tan infalible como parece. La memoria selecciona, la percepción distorsiona y, al final, lo que recordamos de un hecho no siempre coincide con lo que realmente ocurrió.
El conocimiento que nace de la experiencia directa tiene un valor que ningún libro ni testimonio puede sustituir. Nos enseña desde dentro, a través de la emoción, el cuerpo y la implicación personal. Vivir algo es distinto de comprenderlo teóricamente: se puede leer sobre el miedo o la pérdida, pero solo al sentirlos se entiende su verdadero peso. La experiencia convierte el saber en carne, pero lo hace al precio de la objetividad. Lo vivido no puede compartirse del todo, porque está inevitablemente filtrado por nuestra mirada.
Frente a ello, el conocimiento ajeno —lo que otros vieron, pensaron o sintieron antes que nosotros— es más frío, pero también más amplio. Gracias a los libros, a la ciencia o al testimonio, heredamos siglos de aprendizaje sin necesidad de repetir los mismos errores. La experiencia colectiva nos ahorra tiempo, dolor y desorientación. Pero esa sabiduría de segunda mano tiene su límite: puede orientar, aunque no sustituir la vivencia.
Quizá la verdadera comprensión surja en el punto de equilibrio. La experiencia personal nos da profundidad; la ajena, perspectiva. Una sin la otra conduce al error: quien solo vive se encierra en su subjetividad; quien solo lee vive prestado. Saber escuchar el mundo sin dejar de vivirlo, y vivir sin dejar de pensar, sigue siendo —quizá— el arte más difícil de todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario