Hace más de dos siglos, en la Asamblea francesa, unos se sentaron a la derecha para defender al rey y la Iglesia, y otros a la izquierda para pedir igualdad y libertad. Aquella disposición espacial acabó dando nombre a dos tradiciones políticas. Pero hoy, ¿qué queda de eso? Poco más que un eslogan vacío. Izquierda y derecha se han convertido en clichés publicitarios que funcionan como marcas de detergente: se venden en paquetes cerrados, no importa si lo que compras limpia o no.
Introducción: las etiquetas que ya no significan nada
El votante moderno cree elegir, pero en realidad se enfrenta a un menú de platos recalentados donde las recetas las dicta la misma cocina. Y si osa preguntar por algo fuera de carta, se le mira como a un sospechoso.
El “paquete cerrado” de ideas
La política actual ya no se construye desde principios, sino desde paquetes ideológicos prefabricados.
Si eres de izquierdas, se espera que abraces sin matices la inmigración masiva, la ideología de género, la Agenda 2030 y una sospechosa alergia hacia la familia tradicional. Si eres de derechas, te encasillan en la defensa acrítica del “régimen del 78”, la bandera, el mercado omnipotente y la nostalgia de valores eternos.
Lo más curioso es que ninguna de esas posiciones define lo que históricamente significó izquierda o derecha. Son modas políticas disfrazadas de esencia. El objetivo no es discutir, sino imponer un manual de instrucciones al votante: piense usted lo que quiera, siempre y cuando lo que piense encaje en uno de nuestros sobres prefranqueados.
La palabra mágica: “extrema derecha”
Pocas expresiones han sido tan útiles para silenciar como “extrema derecha”. Se ha convertido en un comodín universal: quien critique la inmigración masiva, quien dude de la ideología de género, quien cuestione la globalización o la arquitectura europea, recibe automáticamente la etiqueta.
No se trata de un análisis político, sino de un arma moral: basta con nombrar al monstruo para cerrar el debate. De pronto, ya no importa lo que digas: si eres “extrema derecha”, tu voz se vuelve ilegítima, y punto. De esta manera, se evita la incomodidad de responder con argumentos.
La falsa autoridad moral
Los guardianes del orden actual se presentan como los defensores de la democracia. Pero lo que realmente custodian es un sistema levantado sobre arenas movedizas:
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Una transición sin verdadero proceso constituyente, donde la ciudadanía nunca pudo debatir el marco político.
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Un oligopolio mediático que decide lo que es verdad, lo que es mentira y lo que ni siquiera merece existir.
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Un discurso que invoca el miedo al fascismo, al caos o al colapso como chantaje emocional para que el votante siga obediente.
Es el autoritarismo más rancio, vestido con trajes de modernidad. Y lo más irónico: quienes menos respeto muestran por el pluralismo son los que más hablan en su nombre.
El votante sin opciones
El ciudadano que acude a votar se encuentra con una paradoja: su supuesta libertad de elección se reduce a decidir entre dos menús cerrados, ninguno de los cuales responde a sus intereses reales.
Lo que de verdad piensa —quizás una mezcla de igualdad económica, soberanía nacional, libertad personal y justicia social— no está representado en ninguna papeleta.
Y si insiste en expresarlo, rápidamente será marginado, censurado o estigmatizado como hereje político. No hay espacio para voces que no encajen en los moldes fabricados por quienes controlan el juego. La democracia, en este contexto, no es más que un ritual, un teatro de sombras donde la elección es ilusoria.
Conclusión: recuperar la política real
Queda entonces una tarea urgente: romper con la falacia del falso dilema. Ni izquierda ni derecha en su versión actual ofrecen salida, porque ambas son custodias del mismo tablero.
La verdadera discusión debería recuperar preguntas esenciales:
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¿Quién decide de verdad?
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¿Cómo se distribuye el poder?
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¿Qué significa soberanía popular?
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¿Qué mecanismos existen para limitar el autoritarismo disfrazado de democracia?
Mientras tanto, quienes hoy se presentan como garantes de la democracia son, en realidad, sus enterradores más diligentes. Y al votante solo le queda la amarga certeza de que en la urna no escoge futuro, sino apenas el color del envoltorio de un sistema que no se atreve a discutir consigo mismo.
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